Llega la fecha marcada en el calendario. Puede ser junio, julio o agosto, pero lo que está claro es que el campamento sigue siendo una fecha inexcusable para un scout.

La pañoleta espera en la entrada. La mochila, un poco más allá, aguarda también, ansiosa por vivir las aventuras que tocarán ese año.

Y es que mereció la pena quedarse ayer hasta tarde haciéndola con tal de arañar unos minutos al reloj esa mañana.

Chanclas, toalla, las botas, la crema, el plato,  cubiertos…

Y hacerla cada año sigue sin servirnos para evitar que nos dejemos algo cada verano.

Muchos de vosotros volvéis al campamento, a montarlo o a empezar allí la historia diferente de cada verano.

Y es que irse quince días al campo, sin nada, sigue teniendo ese “no se qué” que a los scouts gusta tanto.

¿Será la capacidad de autosuficiencia? ¿Serán las experiencias lejos del núcleo familiar? Nunca lo tuve muy claro.

El caso es que nos recorremos cien, doscientos, trescientos o los kilómetros que sean para estar de nuevo allí trabajando y disfrutando mano a mano con los que nos acompañaron durante la ronda.

Y no creáis que esto, con la edad, se va curando. Para nada.

Las ganas siguen creciendo como la primera vez que se fue lobato y uno se coge veinte trenes y dos buses para poder “catar” tres días de montaje.

Pero esa es la magia de todo, ¿No?

Dar la patada a la “im” de imposible y crear vida en un prado en el que antes poco había, echando las horas que hagan falta.

Si la pañoleta espera de nuevo en la entrada será buena señal; será que aun nos quedan razones para creer.