Hay una cosa que no quiero ser.
Un hombre envejecido, que se empeña en desconocer su origen y su destino.
Que vaga por el mundo sin razón de ser ni horizonte que alcanzar.
Que está convencido de que su verdad es la única verdad.
Que ha perdido la capacidad de agradecimiento
Que no se percata de que el egoísmo le ha secado el alma.
Que cree que sólo él quiere y que a él nadie le quiere.
Que ha perdido la capacidad de gozar y de esperar.
Yo quiero tener la esperanza de que siempre tendré motivos para agradecer.
Y lucharé por ello.
Charles Péguy, en «La pequeña esperanza», lo describe muy bien:
Yo soy, dice Dios, Maestro de las Tres Virtudes.
La Fe es la que se mantiene firme por los siglos de los siglos.
La Caridad es la que se da por los siglos de los siglos.
Pero mi pequeña esperanza es la que se levanta todas las mañanas.
Yo soy, dice Dios, el Señor de las Virtudes.
La Fe es una iglesia, una catedral enraizada en el suelo de alguna ciudad.
La Caridad es un hospital, un sanatorio que recoge todas las desgracias del mundo.
Pero sin esperanza, todo eso no sería más que un cementerio.
Yo soy, dice Dios, el Señor de las Virtudes.
La Fe es la que vela por los siglos de los siglos.
La Caridad es la que ayuda por los siglos de los siglos.
Pero mi pequeña esperanza es la que se acuesta todas las noches, se levanta todas las mañanas y duerme realmente tranquila.
Yo soy, dice Dios, Señor de las Tres Virtudes.
La Fe es un gran árbol, un roble arraigado en el corazón de la tierra.
Bajo las alas de ese árbol mi hija la Caridad ampara todos los infortunios del mundo.
Mi esperanza es esa pequeña promesa de brote que se anuncia justo al principio de abril.
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