Dicen que la suerte va por barrios.

Si así fuera, al mío, a los míos, les ha tocado la mala.

O tal vez no sea cuestión de suerte, sino de lo mal que han hecho y hacen las cosas nuestras autoridades.

O que hay barrios a los que se deja en caída libre, al albur de ‘los mercados’ y de los poderes económicos y sociales, ciegos e insolidarios ante el dolor ajeno.

La ciudad entera está llena de antiguos habitantes del mío, que han emigrado de aquí como fue deportada esa cosa etérea y virtual, la ‘edificabilidad’.

En mi barrio, la economía especulativa le ha ganado la partida a la economía real y, como no hay mal que por bien no venga, resulta que, en los últimos quince años, se ha plagado de gente joven porque las viviendas no son más baratas, sino menos caras.

El barrio ha ido poblándose de niños cuyos padres, al principio, disponían de dos Colegios Públicos y uno Concertado para elegir.

Pero el Concertado ha sido cerrado y los Públicos, con magníficas plantillas de profesores, languidecen y no se cierran, de momento, porque sería muy descarado que, desde el Barrio de Buenos Aires hasta la Carretera de Vecinos, no hubiese ningún centro educativo.

¿Por qué se cierran o languidecen?

Porque se han convertido en refugio de los hijos de determinados grupos humanos que cargan con las culpas, con razón y sin ella, de los problemas sociales que asolan el entorno, a la vez que los padecen ellos mismos: paro en la construcción, paro juvenil, bajo nivel cultural, adolescentes en riesgo de exclusión, narcotráfico, demasiadas familias por debajo del umbral de pobreza, con todos los problemas morales, psíquicos, familiares y de salud que son consecuencia de la acumulación de esos males.

Apenas el 10% de los niños y jóvenes en edad escolar tienen acomodo en los Centros educativos de estos barrios.

Para más INRI, la falta de recursos de los gobiernos municipal, autonómico y nacional obliga a nuestros gobernantes a practicar el cinismo: no podemos, no sabemos o no queremos resolver estos problemas desde la raíz.

O sí que sabemos y queremos, pero no podemos porque no hay ‘pasta’ para implementar los remedios necesarios.

Así que será mejor que los males estén concentrados en un solo lugar.

¿O queréis que los sembremos por toda la ciudad?

Antonio Matilla,
sacerdote.

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