Allí pude darme cuenta de lo compleja que es la vida: en sus cuatro pisos albergaba a los representantes de comercio que venía de provincias o servía de residencia de ancianos a algunos matrimonios que vivían su soledad compartida en una habitación con la moqueta descolorida y calva desde hacía lustros.
Allí pude escuchar por primera vez conversaciones en español del siglo XV: uno de los matrimonios hablaba francés en público y judeo español en la intimidad; suscitaban ternura y no tardé en hacerme amigo suyo; me gustaría saber si sus restos descansan en París o en Jerusalén.
La primera planta estaba reservada para encuentros íntimos de unas pocas horas entre parejas y había que ventilarlos y dejarlos impolutos inmediatamente, a la espera de la siguiente y anónima cita.
El dueño era un judío de origen argelino, acelerado y enigmático; pero debo agradecerle que me diera trabajo porque, según él, le parecí por el acento un francés ‘du Midi’, tal vez de la zona de Toulouse.
Una vez aclarado que era zamorano residente en Salamanca, no me rescindió el contrato y me mantuvo hasta septiembre, tiempo de regresar a casa, al segundo curso del Seminario, con algo de dinerito en el bolsillo.
Incluso llegó a invitarme a la Ópera –‘Carmen’, de Bizet-, porque actué tres noches de ‘guardián de noche’, cuando el titular del puesto se largó con la caja.
Esos recuerdos afloran a raíz de la conversación con algunos jóvenes que han hecho una buena carrera y sobreviven con pequeños y esporádicos trabajillos entre períodos de paro.
La generación de jóvenes mejor preparada de nuestra historia reciente tal vez tenga una buena oportunidad si se animan a emprender la aventura de buscar trabajo en el extranjero; con más posibilidades en Centroeuropa y en los países anglosajones dominando el idioma, con muchas probabilidades en Latinoamérica, donde ni el populismo rampante consigue eclipsar del todo las oportunidades.
Antonio Matilla, sacerdote.
Consiliario General del Movimiento Scout Católico