Nos situamos en una mañana fría y nublosa de ese invierno malagueño previo a la Navidad.
Callejeando por las semivacías vías de nuestro barrio, El Palo, llegamos a la calle “Padre José Tejera”.
Allí nos esperan María, Andrés, Kiko y Elena; compañeros del Clan Alundain.
Todos coincidimos en el mal día que hace.
Algunos no hemos desayunado bien, en definitiva, tenemos hambre, sueño, cansancio.
Pero también tenemos una responsabilidad hacia el grupo y hacia nuestro barrio.
El retrato en cerámica del Padre Tejera nos observa con una sonrisa.
Nos lo tomamos como una buena señal y andamos hacia Amfremar, donde hemos quedado con Alejandro.
Alejandro fue nuestro responsable en Pioneros el año pasado y actualmente ocupa la jefatura de grupo.
Sólo los que hemos pasado “largas noches en la selva”, como canta el himno pionero, con él, sabemos de qué madera está hecho.
Nos encontramos y no hace falta mucho tiempo para que redescubramos que Alejandro es uno más, vuelve la camaradería y las bromas sobre campamentos pasados, el saber lo que es vivir el escultismo desde sus mismas entrañas.
Les puedo asegurar que estamos en buenas manos.
En resumidas cuentas, resulta que llegamos los seis a Amfremar, con ganas de descubrir una nueva realidad en nuestro mismo barrio.
Para aquellos que no lo sepan, Amfremar son las siglas de Amigos Malagueños de Familias de REhabilitados y MARginados.
Entre otras actividades, dan de desayunar, comer y cenar a todo aquel paleño que lo necesite y organizan talleres varios de rehabilitación en la sociedad.
Uno de los objetivos del grupo a partir de este año es hacernos notar en el barrio, y qué mejor manera de hacerlo que colaborando de esta manera.
En su local nos reciben un equipo de voluntarios con una gran disposición y mucho agradecimiento por la visita.
“Venimos a ayudar”, les decimos.
El recibimiento corre a cargo principalmente de Fernando, un profesor jubilado de sonrisa perenne y trato cercano que parece ser el que organiza todo aquello.
Empezamos a trabajar, a preparar desayunos, servir cafés, colocar platos.
Todo ha de estar listo para cuando lleguen los que lo necesitan.
No es un trabajo pesado, pero sí muy necesario.
Conforme nos organizamos un poco y la maquinaria que las personas formamos comienza a funcionar, empezamos a relacionarnos más con el resto de voluntarios.
Destacan Conchi, una risueña mujer de mediana edad que trabaja como la que más, y su marido.
Entre ellos es fácil vislumbrar una complicidad y una ternura que van más allá de la mera conveniencia o de la superficialidad.
También descubrimos a Pedro, de aspecto cascarrabias pero gran disposición a ayudar y un enorme corazón.
Pronto nos percataremos de que el asunto va, justamente, de corazones.
Llegan poco a poco aquellos rehabilitados y marginados a los que se trata de ayudar.
Toman su desayuno sin prisa pero sin pausa, con la mirada perdida y la vida descompuesta.
Hay una gran mayoría masculina, pero nuestro corazón se nos resquebraja un poco cuando una señora que roza los noventa años se acerca también a desayunar.
Conchi y los demás le saludan como quien saluda a un viejo conocido. Está claro que es una habitual.
Sentimos un impulso de preguntarle por toda su vida, de enriquecernos con sus experiencias, de aprender de todo su camino.
¿Qué ha hecho ella para acabar así, más que vivir?
¿Qué hemos hecho nosotros para estar al otro lado, para poder permitirnos el lujo de observar la miseria?
¿Qué clase de azar cósmico nos ha situado aquí y no allí?
Pero no hay tiempo para tratar de responder a tales interrogantes, antes de que nos queramos dar cuenta, ya se están marchando todos, entre miradas profundas y una ingente cantidad de agradecimientos.
Volvemos al trabajo, fregar, limpiar, dejar todo como una patena. Es algo sencillo. Pero de vital importancia.
Una vez acabada la tarea, todos nos sorprendemos a nosotros mismos, sumergidos en nuestros propios pensamientos.
Conchi interrumpe nuestras reflexiones invitándonos a que tomemos asiento.
Se ha decidido a contarnos su pequeña gran historia, quién sabe qué es lo que le hace abrirse a nosotros, pero le intentamos responder con la máxima compresión.
Conchi se arma de valor y empieza:
“Vosotros ahora me veis y me presuponéis un trabajo, una casa, un coche, una estabilidad…
Pues bien, sólo acertáis en el coche.
Allí es dónde vivimos, si es que se le puede llamar así…”
El relato que sigue es crudo, real como la vida misma, de una profundidad y seriedad poco común para nuestras jóvenes vidas.
Conchi es el vivo retrato de esta maldita crisis, y es la más trabajadora de todos los voluntarios de Amfremar.
Que alguien le diga a ella que los grandes indicadores macroeconómicos van mejorando.
Conchi guarda su miseria en secreto a su familia: sus hijos y sus padres.
Que ella me perdone por contar aquí a vista de todos esto.
Las lágrimas acuden a la llamada de Conchi en los ojos de María y Elena; Alejandro, Kiko, Andrés y yo tratamos de mantener la entereza que se nos supone.
Pero el alma se nos cae a los pies.
Conchi también está visiblemente emocionada, su marido aparece para ofrecerle su mano como símbolo de apoyo.
Fernando, siempre sonriente, le recuerda que no se centre en lo malo.
Conchi le da la razón: afirma haber vivido experiencias maravillosas entre tanto sufrimiento estos años y nos cuenta ilusionada la posibilidad de vivir en un piso que alquila un amigo de Fernando.
Tras años viviendo en un coche que ni arranca.
Poco a poco salimos los seis de la sede de Amfremar, con nuestra pañoleta al cuello.
Sobran las palabras.
Mientras observamos como su marido le dice a Conchi al oído que todo saldrá bien y lo mucho que la quiere mientras la abraza, no puedo evitar recordar la frase de esa gran película que es “La lista de Schindler”: “Quién salva una vida, salva el mundo entero”.
Aquí no se trata de que alguien muera o no, se trata de que alguien viva o no, en el más amplio sentido de la palabra.
Aquí no se trata de un gran Holocausto a escala global, sino de una agonía lenta y dolorosa a dos esquinas de tu casa; donde comes, descansas y lees esta entrada.
Y bien, ¿qué podemos hacer para remediar esto?, nos preguntamos mientras llegamos al punto de encuentro inicial.
No podemos evitar avergonzarnos de haber pensado al principio de la mañana que teníamos hambre, frío o sueño.
El Padre sigue sonriéndonos desde arriba y parece animarnos a seguir luchando.
Quizá le haga feliz que hayamos invertido nuestra mañana en esto, o quizá sonríe indistintamente a todo aquel viandante que pase a su lado, por el simple hecho de existir.
Sólo una conclusión clara nos llega en esta nebulosa de pensamientos: gracias Conchi, gracias Fernando, gracias AMFREMAR.
Por darle un sentido a una mañana, por hacernos reflexionar, porque, gracias a vosotros, ahora más que nunca resuena en nuestra cabeza el lema del escultismo:
SIEMPRE LISTOS PARA SERVIR.
Demófilo Peláez
Vía Grupo Scout SEK