El sol caía aquella apacible tarde de domingo.

Los pocos coches que circulan por la avenida Cuauhtémoc encienden sus luces, mientras en una acera aledaña la gente sale de la función del cine Estadio.

Algunos espectadores encaminan sus pasos a la estación del Metro, otros van a comer unos tacos y sólo unos cuantos, como yo, caminan despreocupadamente entre las jardineras de los edificios, disfrutando del frescor de la inminente noche.

Después de deambular un rato, llego donde se encuentran dos grandes explanadas.

—Ahí estaban los edificios que se cayeron con el temblor —me dijo mi primo esa noche—. Si te fijas, al centro hay otros claros como ésos. Eran otras construcciones que demolieron con explosivos por lo dañadas que quedaron.

La tarde siguiente estaba de nuevo en las explanadas.

Imaginaba cómo debió verse el lugar.

Traté de reconstruir en mi mente aquel sitio arrasado por el temblor; había visto las fotos en los periódicos y mi primo ya me había comentado algo al respecto.

Creía tener enfrente las montañas de ruinas con la gente encaramada encima, enfrascada en las tareas de rescate de las víctimas atrapadas bajo los escombros.

En ese momento lo escuché por primera vez.

Era el sonido de un silbato.

No era de policía ni tampoco precisamente el de un cartero.

Aunque empezaba a oscurecer, busqué con la vista al responsable de emitirlo, sin encontrar a nadie.

— ¡Ya vámonos, que casi son las cuatro!—gritó mi primo ese sábado, mientras terminaba de ajustarse esa especie de paleacate al cuello al que llama pañoleta.

—Vas a ver cómo te gusta esto de los scouts—decía mientras llegábamos al kiosco ubicado al lado de los edificios donde se reunían dentro de la Unidad.

Yo ya había visto scouts donde vivo, acostumbran reunirse en una escuela con una barda donde tienen pintados varios animales, pero ésta era la primera de sus reuniones a la que asistía.

Mi primo me presentó con sus compañeros, con quienes hablé unos minutos antes de escuchar otra vez el mismo sonido de la noche anterior.

Volteé hacia el lugar de donde provenía y vi a un muchacho, algunos años mayor que nosotros, con un silbato en la boca y los brazos en alto con sus puños cerrados.

Al instante los muchachos corrieron hacia donde se encontraba para formarse.

Después de contarles mis impresiones sobre la junta, les pregunté que si sus reuniones también las hacían entre semana y al caer la noche.

—No, ¿por qué?—preguntaron a su vez, extrañados.

—Es curioso, hace como tres días escuché el silbido de reunión allá por las explanadas, donde estaban los edificios que se cayeron.

Al instante, como si hubiera caído una bomba en medio de nosotros, todos callaron.

Un silencio sepulcral reinó durante largos e incómodos segundos, hasta que mi primo exclamó bruscamente:

—Vámonos, es tarde y mi mamá nos espera.

— ¿Qué fue lo que dije?—pregunté cuando ya estábamos en la habitación.

— ¡Olvídalo! ¡No es nada! No quieras averiguarlo—respondió otra vez tajante, al tiempo de voltearse sobre su cama para darme la espalda y dormirse.

No volví a hablar del asunto, pero me quedaron muchas dudas en la cabeza.

Dos semanas después lo acompañaba de regreso de la panadería.

Ya había oscurecido y atravesábamos las explanadas, cuando el silbato volvió a escucharse.

Vi el rostro de mi primo.

Yo sabía que él también lo había oído, y no solo eso, estaba convencido que él ya lo había escuchado antes.

Sudaba y le temblaba ligeramente el labio inferior, notablemente alterado.

Al llegar a casa, antes de abrir la puerta me detuvo en el pasillo:

— ¡Por favor, no preguntes nada! ¡No lo hagas más difícil para nosotros!—luego metió la llave en la cerradura.

Mientras, las dudas seguían acumulándose en mi cabeza.

A partir de ese momento comencé a notar un cambio en su actitud.

Él sabía que tenía que darme una explicación al respecto, pero su negación lo atormentaba terriblemente.

Tiempo después pasamos de nuevo junto a las explanadas.

En todo ese tiempo no había vuelto a mencionar el asunto del silbato, cuando éste dejó escucharse claramente una vez más.

Él se detuvo y me miró fijamente.

Sabía que la situación ya no podía seguir así.

Tan sólo dio media vuelta, diciendo:

—Sígueme, vamos a caminar.

Empezamos a recorrer lentamente las jardineras desiertas.

—Debes comprenderme, no es fácil contarlo, mucho menos vivir permanentemente con esto, pero hay que aceptarlo porque está presente y debemos vivir con él.

Entonces me contó la historia.

El temblor nos agarró casi a todos todavía dentro de nuestras casas.

Yo estaba en el baño lavándome la boca para irme a la escuela, cuando las cosas comenzaron a caerse de su lugar.

El edificio crujía de forma espantosa y mirabas por la ventana cómo el paisaje se retorcía.

De pronto se escucharon grandes estruendos; segundos después la tierra volvió a calmarse.

Salimos a la calle donde nos dimos cuenta de todo.

Frente a nosotros estaban los edificios derrumbados.

Construcciones de más de diez pisos reducidos a una montaña de cascajo de solo unos metros de alto.

Alcanzábamos a escuchar los gritos de las personas sepultadas abajo.

Corrimos para escarbar entre los escombros, pronto se reunió una gran cantidad de personas en las labores de rescate.

Poco a poco llegaron más voluntarios a ayudarnos, luego vino la policía y el ejército.

Avanzábamos muy lentamente, teníamos que retirar miles de toneladas de escombros con las manos.

Las horas corrían y seguíamos removiendo escombros. La velocidad a que lo hacíamos era desesperante.

Calculábamos que en el momento del temblor al menos habría en cada edificio quinientas personas.

Suspirábamos de alivio y alegría cuando hallábamos alguien vivo; maldecíamos nuestra suerte cuando aparecía un cuerpo inerte.

Llegó la noche y a mí me obligaron a descansar.

Muchos de nosotros teníamos más de 20 horas trabajando sin parar.

El ejército tenía acordonada la zona y ya habían traído unas grúas de gran tonelaje al lugar, el cual hervía de gente; incluso muchos scouts vinieron de otras partes de la ciudad y hasta de los estados vecinos.

Pasé la noche en un albergue que instalaron en la escuela de al lado. Traté de dormir pero me fue imposible.

Al día siguiente continuamos trabajando.

Fue hacia media mañana cuando lo oímos: era un SOS. con silbato scout que salía entre los escombros.

Entonces lo supimos: ¡Era Lalo! Ése era el edificio donde vivía nuestro jefe de tropa.

Pese a la confusión, todos pensábamos que había alcanzado a salir rumbo a la universidad donde estudiaba, que estaría ayudando en otro sitio, ¡que estaría en cualquier otro lado! No ahí dentro.

Seguro que acababa de encontrar su silbato y ahora lo empleaba para que lo localizáramos.

Inmediatamente nos lanzamos a la búsqueda del punto donde se escuchaba más cerca aquel sonido y comenzamos a escarbar.

Lalo emitía la señal de auxilio a intervalos regulares, pero el sitio donde se encontraba lo obstruían dos lozas de concreto de varias toneladas de peso.

Trajeron un taladro y varios marros, mientras los demás tratábamos de encontrar otro camino para llegar a él.

Entonces vino el segundo temblor.

Todos los que estábamos en las tareas de rescate salimos disparados a buscar refugio en previsión de que se vinieran abajo los edificios de al lado.

Temíamos por los que estaban todavía atrapados.

Cuando dejó de sacudirse la tierra corrimos otra vez hacia los escombros presintiendo lo peor.

Sentimos un gran alivio cuando volvimos a escuchar el silbato.

Amanecía y no podíamos sacar a Lalo de ahí.

Llevaba 48 horas sepultado sin probar agua ni alimento; las llamadas de auxilio empezaron a hacerse más esporádicas.

Todo el grupo se había sumado a la labor de rescate.

Por último, como anunciando el fin, escuchamos un último silbido.

No fue un SOS como los anteriores sino una llamada de reunión; una despedida con la cual el jefe de tropa convocaba a sus muchachos, con la certeza de nunca más volverlos a reunir.

Todos nos estremecimos con aquel sonido fuerte y pronunciado, que poco a poco fue extinguiéndose hasta reinar un silencio sepulcral.

Todavía continuamos la remoción de escombros, pero algo nos decía que ya era inútil.

Lo encontraron hasta tres días después con uno de los perros.

Hizo un largo intervalo para tomar aire.

Pero éL continúa aquí. Es Lalo quien silba durante las noches.

Mi primo terminó la historia.

Todavía escuché una vez más aquel silbato antes de marcharme de los multifamiliares Juárez.

Lo oí durante varios segundos: Largo-largo-corto-largo-corto-largo-corto-largo-corto.

Su sonido me quedó grabado por siempre. Ya no era sólo un silbido, era como una especie de canto.

Vía Alex Franco