Trabaja en las calles de Buenos Aires a última hora de la tarde y la humedad invernal a orillas del Río de la Plata cala hasta los huesos.
Aún así, prefiere los meses de frío al verano para trabajar.
Total, nunca tiene vacaciones y, sobre todo, las bolsas de basura apestan con el calor porteño, alrededor de 35 grados a finales del pasado diciembre en el estío austral más sofocante de los últimos tiempos. “En invierno no se nota tanto el olor, pero ahora es insoportable”, dice mientras selecciona entre los residuos depositados sobre las aceras de la capital federal argentina cualquier material susceptible de reciclaje y, por tanto, de venta.
Así se gana la vida. Griselda González tiene 40 años y es cartonera.
“No te toman en ningún laburo si no sabes ni leer ni escribir, pero yo aprendí de grande y ahora ya me sé defender.
No tenemos estudios ni trabajo, así que no nos queda otra posibilidad. A nadie le gusta, es duro y jodido para uno mismo, pero se hace por necesidad, para sobrevivir”, reconoce entre las bolsas de basura colocadas por los porteros de los edificios y por el personal de las tiendas en la avenida de Santa Fe, una de las principales arterias comerciales de la urbe porteña, a la altura de la calle Junín, en el elegante barrio de Recoleta.
Hasta allí se desplaza todos los días desde el extremo opuesto de la metrópoli, tanto geográfico como económico. Más allá de los límites de la capital federal, en el humilde conurbano sur bonaerense está Villa Fiorito, una ciudad perteneciente al partido de Lomas de Zamora y famosa como lugar de origen del ex futbolista y ex seleccionador albiceleste Diego Armando Maradona. “Yo crecí en un barrio privado… privado de luz, de agua, de teléfono”, recordó El Pelusa o D10S sobre las condiciones de Villa Fiorito.
Y allí llegaron los padres de Griselda González procedentes de Santiago del Estero, una de las provincias con menor desarrollo y mayor pobreza del país, como tantos miles de emigrantes del interior argentino a lo largo del siglo pasado, un flujo que se acrecienta ahora con expatriados económicos de Paraguay, Bolivia o Perú y multiplica la población de barrios marginales o villas miseria. “Vinieron porque no había mucha posibilidad de sobrevivir y ahora llegaron unos sobrinos porque tampoco hay laburo, así que yo no pienso volver porque la vida allá es más difícil”.
Pero tampoco resultó más sencillo para ella, con 5 hijos (de 15 a 24 años) y 8 nietos, pues su marido no logró trabajo estable después de perder el empleo en un campo de golf, así que ahora se dedica a chapuzas de albañilería, pintura o lo que salga en el barrio. Y Griselda, ama de casa hasta entonces, montó una pequeña tienda de refrescos en el domicilio familiar y arrancó, hace ya 15 años, con la recolección de material reciclable entre los residuos sólidos urbanos.
Siempre existieron cartoneros en Buenos Aires, pero el fenómeno se tornó masivo a causa de la recesión económica gestada a finales de los años 90 con el corralito financiero como colofón en diciembre de 2001. “Antes el recorte de papel se importaba, pero se devaluó el peso, resultó más barato recolectarlo acá y hubo más gente dispuesta a ello”, recuerda Rafael Nejamki, empleado de una entidad bancaria y militante voluntario del Movimiento de Trabajadores Excluidos, antes de cifrar en 15.000 personas los cartoneros estimados durante 2002 en las calles porteñas.
“El Movimiento nace de una realidad y situación shockeante, de la gente revolviendo en la basura como última alternativa de subsistencia. Un grupo de jóvenes vecinos del barrio de Almagro -continúa Nejamki- vieron la pobreza de frente” y decidieron contactar con los cartoneros, mayoritariamente de Villa Fiorito y de la cercana localidad de Caraza (partido de Lanús), para tratar de mejorar su situación.
“Son los únicos que dieron la cara por nosotros y, gracias a ellos, ahora tenemos la oportunidad de laburar tranquilos”, valora Griselda González, miembro de la cooperativa Amanecer de los Cartoneros del MTE, mientras se toma un respiro junto al carro cargado con un bolsón de desperdicios reciclables para encender un cigarrillo. “Fumo acá nomás, porque a mi marido no le gusta”.
Policía corrupta y transporte peligroso
De entrada, desde el MTE comenzaron a presentar denuncias y organizar manifestaciones contra la persecución institucional y la corrupción policial con los cartoneros. “Había que pagar a los policías para poder trabajar y no se conformaban con 10 o 20 pesos, pedían hasta 100 pesos (alrededor de 20 euros) por semana.
Eran chorros (ladrones), no policías, se te llevaban los bolsones para vender ellos la mercancía y hasta te podían meter preso”, lamenta González.
A finales de 2002, la presión social impulsó la aprobación por parte del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos de la Ley 992, un texto que legitimó la actividad de los cartoneros al derogar ordenanzas sancionadoras de la recogida individual de basura e incorporó al colectivo a la recolección diferenciada en el servicio de higiene urbana como recuperadores de residuos reciclables.
“No era más que una declaración de intenciones y la represión continuó, pero fue el primer éxito porque se establecieron lazos de solidaridad y se liberaron zonas de coimas (sobornos) poco a poco”, aprecia Rafael Nejamki.
A partir de entonces, la lucha se centró en exigir el cumplimiento de la normativa y, sobre todo, en modificar el peligroso sistema de desplazamiento de los cartoneros desde el conurbano hasta la capital a bordo de viejos camiones junto a sus carros de recolección repletos de bolsones con residuos. “Íbamos colgados, mucha gente se caía, se lastimaba y algunos compañeros murieron.
Teníamos que pagar por el transporte y los camiones no estaban en buen estado, muchas veces se rompían y amanecías en la calle”, apunta Griselda González, que ahora viaja con sus compañeros a bordo de autobuses adquiridos con capital público mientras la mercancía se transporta en camiones también financiados por el Ejecutivo porteño. Junto a otras cooperativas como El Ceibo, pionera del sector, y El Álamo, el MTE participó en la elaboración durante 2006 de la Ley 1854 o de Basura Cero, así denominada al fomentar la progresiva disminución del soterramiento de residuos y el incremento paulatino del reciclaje.
Pero, sobre todo, la normativa garantizó la ejecución de la Ley 992 al subrayar la prioridad de los cartoneros tanto en el proceso de recolección y transporte de los residuos sólidos urbanos secos como en las actividades de los centros verdes con la asistencia técnica y financiera de la administración pública.
De hecho, el actual concurso público para la adjudicación del servicio de basura en Buenos Aires separa, por primera vez, los pliegos de licitación entre la recogida de residuos húmedos u orgánicos, concesión para las empresas privadas, y de secos o reciclables, para las cooperativas de cartoneros.
Además de la mejora en el sistema de transporte, la aplicación de la Ley 1854 se concretó en la implantación de un censo y un uniforme de recuperadores urbanos, la distribución de las rutas entre las cooperativas, el abono de varios impuestos sociales y de un incentivo mensual por asistencia y limpieza (650 pesos, alrededor de 130 euros, por un mínimo de tres días a la semana sin rasgar las bolsas ni desperdigar la basura) y la apertura de guarderías para evitar el trabajo infantil.
Sin embargo, “todavía tenemos que avanzar en el diseño de un programa integral de seguridad social y jubilación que incluya a todos los cartoneros de la ciudad, y concienciar a los vecinos para que separen la basura y podamos hacer la recolección puerta a puerta sin tener contacto directo con los materiales húmedos”, destacan desde el MTE, que agrupa a 2.200 cartoneros y recoge cada jornada 225 toneladas de material reciclable. Otras cooperativas suman 500 recuperadores y alrededor de 3.000 cartoneros permanecen todavía fuera del sistema en la ciudad. En total, 6.000 personas se afanan a diario para recolectar, entre las 4.500 toneladas de basura generadas en la capital federal argentina, 600 toneladas de papel, cartón, plástico, vidrio, metal, tela, madera y cualquier material descartado sobre la vía pública. “Mirá, me trajiste suerte”, sonríe Griselda González al mostrar una batería de automóvil y cifrar su valor en 20 pesos (4 euros).
Alrededor de 2.000 pesos (400 euros) puede ganar al mes un cartonero, una cifra que varía según el material recolectado por cada miembro del MTE y el precio logrado en la posterior venta individual a las empresas recicladoras de acuerdo a la fluctuación del mercado.
“No nos sobra plata, pero siempre tuvimos para comer. Laburo todos los días, llueva o truene, no sé lo que es faltar. Todos somos cumplidores en nuestra ruta (cuadrillas de 60 personas se reparten por zonas la ciudad). Y no tenemos vacaciones, no existen; si no laburas, no comes. Laburando bien levantás un bolsón y medio (entre 100 y 150 kilogramos) y sacás 50 o 60 pesos por día, aunque alguna vez no llegás a 30”, detalla González.
González. Todas las cifras muestran el “impacto social, económico y ambiental” de los cartoneros, subraya Gonzalo Roque desde la Fundación Avina, entidad privada de origen suizo que desarrolla varios proyectos con cooperativas como El Álamo dentro de su objetivo de “apoyo a procesos de transformación social y desarrollo sostenible” en Latinoamérica. Según las cifras de Avina, alrededor de 2 millones de personas se dedican a la recolección informal de basura en el continente y ya se gestó una Red Latinoamericana de Recicladores.
Una alianza internacional como reflejo de la solidaridad entre los propios cartoneros. “Nos llevamos bien, hay mucho compañerismo y respeto entre nosotros.
Me gusta aconsejar a los jóvenes”. Otra cuestión resulta, según Griselda González, el dispar trato dispensado por el conjunto de la ciudadanía. “Siempre estuvo mal visto el cartonero y la sociedad discrimina, no te respeta y te margina por lo que sos.
Pero si vos respetás, la gente también te respeta. Hay de todo. En general y gracias a Dios, la gente no te molesta y es muy buena. A veces pasa alguien y te dice: ‘Te admiro por lo que hacés’.
Es relindo que haya gente que te reconozca. Reciclar es un orgullo, porque no estamos haciendo nada malo y sobrevivimos de lo que laburamos dignamente”.
Vía Armando Camino en Periodismo Humano